EL HIPOCAMPO
DE ORO (CUENTO)
Abraham
Valdelomar (peruano)
Como la cabellera de
una bruja tenía su copa la palmera que, con las hojas despeinadas por el
viento, semejaba un bersaglieri vigilando la casa de la viuda. La viuda se
llamaba la señora Glicina. La brisa del mar había deshilachado las hermosas
hojas de la palmera; el polvo salitroso, trayendo el polvo de las lejanas
islas, habíala tostado de un tono sepia y, soplando constantemente, había
inclinado un tanto la esbeltez de su tronco. A la distancia nuestra palmera
dijérase el resto de un arco antiguo suspendiendo aún el capitel caprichoso.
La casa de la señora
Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores ella era la única mujer
blanca entre los pobladores indígenas. Alta, maciza, flexible, ágil, en plena
juventud, la señora Glicina tenía una tortuga. Una tortuga obesa, desencantada,
que a ratos, al medio día, despertábase al grito gutural de la gaviota casera;
sacaba de la concha facetada y terrosa la cabeza chata como el índice de un
dardo; dejaba caer dos lágrimas por costumbre, más que por dolor; escrutaba el
mar; hacía el de siempre sincero voto de fugarse al crepúsculo y con un
pesimismo estéril de filosofía alemana, hacíase esta reflexión:
— El mundo es malo para con las tortugas.
Tras una pausa agregaba:
— La dulce libertad es una amarga mentira...
Y concluía siempre con el mismo
estribillo, hondo fruto de su experiencia.
Metía la cabeza bajo el romo y facetado caparazón de carey y se quedaba dormida.
Pulcro, de una pobreza solemne y brillante, era el pequeño rancho de la señora Glicina, cuyas pupilas eran negras y pulidas como dos espigas, y tan grandes que apenas podía verse un pequeño triángulo convexo entre éstas y los párpados. Sus ojos eran en suma, como los de los venados. Blanca era su piel como la leche oleosa de los cocos verdes; mas con ser armoniosa como una ola antes de reventar, se notaba en la señora Glicina una belleza en camino, una perfección en proceso, algo que parecía que iba a congelarse en una belleza concreta. Se diría el boceto en barro para una perfecta estatua de mármol.
Metía la cabeza bajo el romo y facetado caparazón de carey y se quedaba dormida.
Pulcro, de una pobreza solemne y brillante, era el pequeño rancho de la señora Glicina, cuyas pupilas eran negras y pulidas como dos espigas, y tan grandes que apenas podía verse un pequeño triángulo convexo entre éstas y los párpados. Sus ojos eran en suma, como los de los venados. Blanca era su piel como la leche oleosa de los cocos verdes; mas con ser armoniosa como una ola antes de reventar, se notaba en la señora Glicina una belleza en camino, una perfección en proceso, algo que parecía que iba a congelarse en una belleza concreta. Se diría el boceto en barro para una perfecta estatua de mármol.
Mas la señora Glicina
no era feliz: viuda y estéril. Decir viuda no es más que decir que su amor
había muerto, porque en aquella aldea de la costa marina el matrimonio era cosa
de poca importancia. Un día había aparecido en el lejano límite del mar un barco
extraño. Era como un antiguo galeón de aquellos en que Colombo emprendiera la
conquista del Nuevo Mundo. Cuadradas y curvas velas, pequeños mástiles, proa
chata y áurea sobre la cual se destacaba un monstruo marino. La nave llegó a la
orilla en el crepúsculo pero no tenía sino un tripulante, un gallardo
caballero, de brillante armadura, fiel retrato del Príncipe Lohengrin, el
rutilante hijo de Parsifal. Aquella noche el caballero pernoctó en la casa de
la señora Glicina. Durmió con ella sin que ella le preguntara nada, porque
ambos tenían la conciencia de que eran el uno para el otro y, al alba, la
dorada nave se perdió en la neblina con su gallardo tripulante. Aquel amor
breve fue como la realización de un mandato del Destino. Y la señora Glicina
fue desde ese momento la viuda de la aldea.
Pasaron tres años, tres meses, tres semanas, tres noches. Y al cumplirse
esta fecha, la señora Glicina se encaminó por la orilla, hacia el sur. Poco a poco
fue alejándose de su vista el caserío. Las chozas de caña y estera fueron
empequeñeciéndose; las palmeras, a la distancia, parecían menos esbeltas y se
difuminaban en el aire caliente que salía del arenal brillante como en acción
de gracias al sol. Las barcas, con sus velas triangulares, se recortaban sobre
la línea del mar y parecían pequeñas sobre la rizada extensión. La señora
Glicina iba dejando sobre la orilla húmeda las delicadas huellas de sus pies
breves.
— ¿A dónde vas,
señora? — le dijo un viejo pescador de perlas —. No avances más porque en este
tiempo suele salir del mar el Hipocampo de oro en busca de su copa de sangre.
— ¿Y cómo sabré yo si
ha salido el Hipocampo de oro? — interrogó la señora Glicina.
— Por las huellas
fosforescentes que deja en la arena húmeda, cuando llega la noche... Avanzaba la
viuda y encontró un pescador de corales:
— ¿A dónde vas,
señora? — le dijo. — ¿No tienes miedo al Hipocampo de oro? A estas horas suele
salir en busca de sus ojos — agregó el mancebo.
— ¿Y cómo sabré yo si
ha salido el Hipocampo de oro?
— En el mar se oye su
silbido estridente cuando cae la noche y crece el silencio. Caminaba la viuda y
encontró a un niño pescador de carpas:
— ¿A dónde vas,
señora? — le interrogó —. No tardará en salir el Hipocampo de oro por el azahar
del Durazno de las dos almendras. . .
— ¿Y come sabré yo
dónde sale el Hipocampo de oro?
— En el silencio de
la noche cruzará un pez con alas luminosas antes que él aparezca
sobre el mar...
Caminaba la viuda. Ya
se ponía el sol. En la tarde púrpura, su silueta se tornaba azulina. Caía la
noche cuando la viuda se sentó a esperar en una pequeña ensenada. Entonces
comenzó a encenderse una huella en la húmeda orilla. Un pez luminoso brilló
sobre las olas, un silbido estridente agujereó el silencio. La luna cortada en
dos por la línea del horizonte, se veía clara y distinta. Un animal rutilante
surgió de entre las aguas agitadas y, en las tinieblas, su cuerpo parecía
nimbado como una nebulosa en una noche azul. Tenía una claridad lechosa y
vibrante. Chasqueó las olas espumosas y empezó a llorar desconsoladamente.
— Oh, desdichado de
mí — decía — soy un rey y soy el más infeliz de mi reino. ¡Cuánto más dichosa
es la carpa más ruin de mis estados!
— ¿Por qué eres tan
desdichado, señor? — interrogó la viuda —. Un rey bien puede darse la felicidad
que quiera. Todos sus deseos serán cumplidos. Pide a tus súbditos la felicidad
y ellos te la darán...
— Ah, gentil y bella
señora — repuso el Hipocampo de oro —. Mis súbditos pueden darme todo lo que
tienen, hasta su vida que es suya, pero no la felicidad. ¿Qué me va en estos
criaderos de perlas negras que me sirven de alfombras? ¿De qué me sirven los
corales de que está fabricado mi palacio en el fondo de las aguas sin luz?
¿Para qué quiero los innúmeros ejércitos de lacmas que iluminan el oscuro fondo
marino cuando salgo a visitar mi reino? ¿De qué los bosques de yuyos cuyas
hojas son como el cristal de mil colores? Yo puedo hacer la felicidad de todos
los que habitan en el mar, pero ellos no pueden hacer la mía, porque siendo yo
el rey tengo distintas necesidades y deseos distintos de mis siervos; tengo
distinta sangre.
— ¿Y qué necesidades
son esas, señor Hipocampo de oro? — interesose la señora Glicina.
— Es el caso, señora
mía — agregó éste — que tengo una conformación orgánica algo extraña. Sólo hay
un Hipocampo, es decir, sólo hay una familia de Hipocampos. Se encuentran en el
fondo del mar toda clase de seres; verdaderos ejércitos de ostras, campas,
anguilas, tortugas... Hipocampos no habernos sino nosotros.
— ¿Y vuestros siervos
saben que vos padecéis tales necesidades?
— Esa es mi fortuna;
que no lo sepan. Si mis siervos supieran que su rey podía tener deseos
insatisfechos, cosas inaccesibles, perderían todo respeto hacia la majestad
real y me creerían igual a ellos. Mi reino caería hecho pedazos. Y a pesar de
todos los dolores, señora mía, ser rey es siempre un grato consuelo, una
agradable preeminencia...
Y agregó con profunda
tristeza:
— No hay más grande
dolor que ser rey, por la sangre y por el espíritu, y vivir rodeado de plebeyas
gentes, sin una corte siquiera, capaz de comprender lo que es el alma de un
rey.
— ¿Y se puede saber,
señor Hipocampo de oro, en qué consisten esas necesidades y cuál es la causa de
tan doloridas quejas?
Acercose a la orilla
el Hipocampo de oro; aliose las aletas dé plata incrustadas de perlas grandes
como huevos de paloma y a flor de agua, mientras su cola se agitaba
deformándose en la linfa, dijo:
— Me ocurre, señora
mía, una cosa muy singular. Mis ojos, mis bellos ojos — y se los acarició con
la cresta de una ola — mis bellos ojos no son míos....
— ¿No son vuestros,
señor Hipocampo de oro? — exclamó asustada la viuda.
— Mis bellos ojos no
son míos — agregó bajando la cabeza mientras un sollozo estremecía su dorado
cuerpo. — Estos ojos que veis no me durarán sino hasta mañana, a la hora en que
el horizonte corte en la mitad el disco del sol. Cada luna, yo debo proveerme
de nuevos ojos y si no consigo estos ojos nuevos volveré a mi reino sin ellos.
No sólo es esto. Cada luna yo debo proveerme de mi nueva copa de sangre, que es
la que da a mi cuerpo esta constelada brillantez; y si no la consigo volveré
sin luz. Cada luna debo proveerme del azahar del durazno de las dos almendras
que es lo que me da el poder de la sabiduría para mantener sobre mí la
admiración de mi pueblo y si no le consigo volveré sin elocuencia y sería el
último de los peces yo que soy primero de los reyes. Mis súbditos no necesitan
la sabiduría e ignoran dónde se nutre, de dónde viene la luz; no comprenden la
belleza e ignoran dónde reside el secreto de los ojos...
La señora Glicina
guardó silencio un breve instante y el Hipocampo continuó:
— Mi vida, señora, es
una sucesión de dolor y de felicidad, es una constante lucha. Mi placer, mi
inefable placer consiste en buscar nuevos ojos; buscarlos, mirarlos, amarlos y
luego... robarlos, tenerlos para mí, poseerlos. ¡Gozarlos durante una luna, una
luna íntegra! Mas luego viene la tortura; en los últimos días mi felicidad se
opaca, tengo el temor de perderlos, sé que van a concluirse, que sólo han de
durarme un tiempo determinado, y que tendré que sufrir, que buscar otros, que
comenzar de nuevo. ¡Y si sólo fuesen los ojos! ¡Pero y la copa de sangre! ¡Y el
azahar del durazno! ¡Ya veis qué tortura! Un dolor que se renueva cada
veintiocho días. Una felicidad tan breve. Pero creedme: bien vale el placer tal
sacrificio. Bien cierto es que no hay angustia más grande que la mía mientras
estoy buscando los nuevos ojos, pero cuando los encuentro, cuando gozo con
aquel estado de duda, cuando veo los que son para mí — porque yo comprendo
cuáles ojos me están predestinados desde que los veo — cuando recibo su primera
mirada, cuando a través de la distancia los nuevos ojos clavan en los míos sus
rayos inteligentes, elocuentes, fascinantes...
— ¿Habéis cambiado ya
muchos ojos?
— Tantos como lunas
llevo vividas. Sabed que los Hipocampos somos más longevos que las tortugas. Yo
he tenido ojos azules, azules como el cielo, como el agua clara, como esas
noches que dejan ver la vía láctea, azules como el borde de las conchas que
crecen en la desembocadura de los grandes ríos. Con ellos veía yo todo azul,
azul, azul.... ¿Os ocurre lo mismo ? — preguntó con una cortesía verdaderamente
real.
— Continuad,
continuad...
— He tenido ojos
verdes como las algas que crecen al pie de los muros de mi palacio y que son
las que dan al mar ese color verde que admiráis tanto, señora. Los he tenido
negros, negros como el fondo del mar, como un pecado, como la noche, como la
germinación de un crimen, como una deslealtad, como el alma de la sombra,
negros como esta perla en la cual termina mi cuerpo torneado — dijo con
vanidoso acento —. Y amarillos, y pardos y... ¡todos eran tan bellos!
Dos ojos iban sobre
el motivo de estos versos:
...
...
De un
melocotonero tal el primer y sazonado fruto, velloso y perfumado en cuya pulpa
la fibra es miel y carne baja la Primavera rosa y áurea!
— ¡Se acostumbra uno
tanto! ¡Después de haber encontrado las pupilas nuevas ya es imposible la paz.
Es tan dulce alcanzarlas, que nada importa la angustia que cuesta conseguirlas.
Pudiera sufrir diez veces más en este empeño y siempre la felicidad excedería
al sufrimiento. El mismo sufrimiento cuando es por un par de pupilas nuevas
llega a parecerme una felicidad. Es como... no sabría deciros, señora.. . pero
es el amor, es más que el amor, más, mucho más. Tenéis vosotros, los seres de
la tierra, un concepto tan limitado de las cosas!...
Luego, cambiando de
tono, recostaba la cabeza sobre un banco de arena, abandonando su cuerpo al
vaivén de las olas entre las cuales su cola se movía mansa y tranquila como un
péndulo, agregó, mirando fijamente a la viuda:
— A propósito, qué
ojos tan bellos tenéis, señora mía.
— Os parecen bellos —
repuso la señora Glicina — porque vos los necesitáis, pero a mí sólo me sirven
para llorar. A veces pienso — agregó — que si no tuviésemos ojos, no
lloraríamos; no tendrían por dónde salir las lágrimas...
— Oh, entonces
saldrían del lado izquierdo del pecho o de aquí, de la frente dijo señalando la
suya donde brillaba una perla rosada.
— Y ¿qué haréis si
mañana, a la hora en que el horizonte corte por la mitad el disco rojo del sol,
no habéis encontrado nuevos ojos, nueva copa de sangre y nuevo azahar de
durazno?
— Ya lo veis, moriré.
Moriré antes de volver a mi palacio donde no me reconocerían y donde me
tomarían por un mondacarpas... Y sollozó larga, dolorosa y conmovedoramente. —
¿Qué darías, oh rey de oro, por conseguir estas tres cosas? — Daría todo lo que
me fuera solicitado. Hasta mi reino.
¡Y qué cosas podría
dar! Podría dar el secreto de la felicidad a todos los que no fueran de mi
reino. Todo lo que los hombres anhelan está en el fondo del mar. Del mar nació
el primer germen de la vida. Aquí, un Hipocampo de oro antecesor mío, fue rey
de los hombres cuando los hombres sólo eran protozoarios, infusorios, gérmenes,
células vitales. Aquí, en el mar, están sepultadas las más altas y perfectas
civilizaciones, aquí vendrán a sepultarse las que existen y las que existirán.
El mar fue el origen y será la tumba de todo. Vuestra felicidad, que consiste
en desear aquello que no podéis obtener, existe aquí, entre las aguas sombrías.
Yo os podría dar todo lo que me pidierais. Tengo yo en la tierra un amigo a
quien mi más antiguo abuelo, hizo un gran servicio. El, si pudiera caminar,
vendría a mí y me daría lo que tengo menester cada luna. Pero él es inmóvil y
está pegado a la tierra. El debe la vida y posee una virtud, merced a uno de mi
familia. ¿Vos necesitáis algo?
— Sí, dijo la señora
Glicina —. Yo amé a un príncipe rutilante que vino del mar. Le amé una noche. Y
me dijo: Cuando pasen tres años, tres meses, tres semanas y tres noches, ve
hacia el sur, por la orilla y nacerá el fruto de nuestro amor como tú lo
desees... Y he venido y aquí me veis. Y os daría mis ojos, os llenaría la copa
de sangre y buscaría el durazno de las dos almendras, si vos me dierais el
secreto para que nazca el fruto de mi amor tal como yo lo deseo.. .
Brillaron en la noche
los ojos ya mortecinos del Hipocampo de oro, alegrose su faz y tembló de
emoción.
— Pues bien — dijo el
Hipocampo de oro —. Vuestro hijo nacerá. Oídme y obedecedme. Iréis caminando
hacia el oriente. Encontraréis un bosque, penetraréis a él, cruzaréis un río
caudaloso y terrible y cuando éste os envuelva en sus vórtices diréis: "La
flor de durazno de las dos almendras, la copa de sangre y las pupilas mías son
para el Hipocampo de oro" y llegaréis a la orilla opuesta. Lo demás vendrá
solo. Cuando tengáis la flor de los tres pétalos, vendréis con ella, me
entregaréis vuestras pupilas, me daréis la copa de sangre y la flor del
durazno, y moriréis en seguida, pero vuestro hijo habrá nacido ya. ¿Estáis
resuelta?
— Estoy resuelta,
dijo la señora Glicina. Y marchó hacia el punto señalado.
Tal como se lo había
dicho el rey, la señora Glicina llegó a la orilla del río caudaloso. Pero había
llegado con las carnes desgarradas, con las uñas fuera de los dedos, y apenas
podía tenerse en pie. Sentose bajo la copa de un árbol y cayeron sobre ella,
como alas de mariposas blancas los pétalos de un durazno en flor.
— ¿Dónde estará el
Durazno de las dos almendras? — exclamó. —¿Quién me quiere? — susurró entre la
brisa una dulce voz.
— El rey del mar, el
Hipocampo de oro, me manda a ti. Vengo por el azahar de los tres pétalos que crece
en el Durazno de las dos almendras.
— Es lo más amado que
tengo, dijo el Durazno, pero es para el rey que fue bueno conmigo. ¡Córtalo!
Y la señora Glicina
cortó el azahar, y el durazno se quedó llorando.
Muy poco faltaba para
que la línea del horizonte cortara por la mitad el disco del sol cuando llegó
la señora Glicina. El Hipocampo de oro la esperaba lleno de angustia.
— ¡Llena mi copa de
sangre! — dijo.
Y la dama sin lanzar
un grito de dolor, se abrió el pecho, cortó una arteria y la sangre brotó en un
chorro caliente haciendo espuma hasta llenar la copa del rey que la bebió de un
sorbo.
— ¡Dame el azahar del
Durazno de las dos almendras! — dijo.
Y la dama, sin lanzar
un grito de dolor, le dio los tres pétalos que el rey guardó en el corazón de
una perla.
— ¡Dame tus ojos que
son míos! — dijo.
Y la dama, sin lanzar
una queja, se arrancó para siempre la luz y entregó sus ojos al Hipocampo de
oro, que se los puso en las cuencas ya vacías.
— ¡Ahora dame mi
hijo! — exclamó.
— Llévate el tallo
del cual has arrancado los tres pétalos y mañana tu hijo nacerá. ¿Qué quieres
que le dé? Puedo darle todas las virtudes que los hombres tienen, puedo ponerle
de una de ellas doble porción, pero sólo de una... ¿Cuál porción quieres que le
duplique?
— ¡La del amor! —
dijo la dama.
— Sea. ¡Adiós! Tú lo
quieres así. Mañana, después del crepúsculo morirás, pero tu hijo vivirá para
siempre.
— Gracias, gracias,
¡oh rey del mar! ¿Qué vale lo que te he dado cuando tú me has dado un hijo?...
EL HIPOCAMPO
DE ORO (CUENTO)
Como la cabellera de
una bruja tenía su copa la palmera que, con las hojas despeinadas por el
viento, semejaba un bersaglieri vigilando la casa de la viuda. La viuda se
llamaba la señora Glicina. La brisa del mar había deshilachado las hermosas
hojas de la palmera; el polvo salitroso, trayendo el polvo de las lejanas
islas, habíala tostado de un tono sepia y, soplando constantemente, había
inclinado un tanto la esbeltez de su tronco. A la distancia nuestra palmera
dijérase el resto de un arco antiguo suspendiendo aún el capitel caprichoso.
La casa de la señora
Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores ella era la única mujer
blanca entre los pobladores indígenas. Alta, maciza, flexible, ágil, en plena
juventud, la señora Glicina tenía una tortuga. Una tortuga obesa, desencantada,
que a ratos, al medio día, despertábase al grito gutural de la gaviota casera;
sacaba de la concha facetada y terrosa la cabeza chata como el índice de un
dardo; dejaba caer dos lágrimas por costumbre, más que por dolor; escrutaba el
mar; hacía el de siempre sincero voto de fugarse al crepúsculo y con un
pesimismo estéril de filosofía alemana, hacíase esta reflexión:
— El mundo es malo para con las tortugas.
Tras una pausa agregaba:
— La dulce libertad es una amarga mentira...
Y concluía siempre con el mismo
estribillo, hondo fruto de su experiencia.
Metía la cabeza bajo el romo y facetado caparazón de carey y se quedaba dormida.
Pulcro, de una pobreza solemne y brillante, era el pequeño rancho de la señora Glicina, cuyas pupilas eran negras y pulidas como dos espigas, y tan grandes que apenas podía verse un pequeño triángulo convexo entre éstas y los párpados. Sus ojos eran en suma, como los de los venados. Blanca era su piel como la leche oleosa de los cocos verdes; mas con ser armoniosa como una ola antes de reventar, se notaba en la señora Glicina una belleza en camino, una perfección en proceso, algo que parecía que iba a congelarse en una belleza concreta. Se diría el boceto en barro para una perfecta estatua de mármol.
Metía la cabeza bajo el romo y facetado caparazón de carey y se quedaba dormida.
Pulcro, de una pobreza solemne y brillante, era el pequeño rancho de la señora Glicina, cuyas pupilas eran negras y pulidas como dos espigas, y tan grandes que apenas podía verse un pequeño triángulo convexo entre éstas y los párpados. Sus ojos eran en suma, como los de los venados. Blanca era su piel como la leche oleosa de los cocos verdes; mas con ser armoniosa como una ola antes de reventar, se notaba en la señora Glicina una belleza en camino, una perfección en proceso, algo que parecía que iba a congelarse en una belleza concreta. Se diría el boceto en barro para una perfecta estatua de mármol.
Mas la señora Glicina
no era feliz: viuda y estéril. Decir viuda no es más que decir que su amor
había muerto, porque en aquella aldea de la costa marina el matrimonio era cosa
de poca importancia. Un día había aparecido en el lejano límite del mar un
barco extraño. Era como un antiguo galeón de aquellos en que Colombo
emprendiera la conquista del Nuevo Mundo. Cuadradas y curvas velas, pequeños
mástiles, proa chata y áurea sobre la cual se destacaba un monstruo marino. La
nave llegó a la orilla en el crepúsculo pero no tenía sino un tripulante, un
gallardo caballero, de brillante armadura, fiel retrato del Príncipe Lohengrin,
el rutilante hijo de Parsifal. Aquella noche el caballero pernoctó en la casa
de la señora Glicina. Durmió con ella sin que ella le preguntara nada, porque
ambos tenían la conciencia de que eran el uno para el otro, se habían
presentido, se necesitaban, se confundieron en un beso, y, al alba, la dorada
nave se perdió en la neblina con su gallardo tripulante. Aquel amor breve fue
como la realización de un mandato del Destino. Y la señora Glicina fue desde
ese momento la viuda de la aldea.
Pasaron tres años, tres meses, tres semanas, tres noches. Y al cumplirse
esta fecha, la señora Glicina se encaminó por la orilla, hacia el sur. Poco a
poco fue alejándose de su vista el caserío. Las chozas de caña y estera fueron
empequeñeciéndose; las palmeras, a la distancia, parecían menos esbeltas y se
difuminaban en el aire caliente que salía del arenal brillante como en acción
de gracias al sol. Las barcas, con sus velas triangulares, se recortaban sobre
la línea del mar y parecían pequeñas sobre la rizada extensión. La señora
Glicina iba dejando sobre la orilla húmeda las delicadas huellas de sus pies
breves.
— ¿A dónde vas,
señora? — le dijo un viejo pescador de perlas —. No avances más porque en este
tiempo suele salir del mar el Hipocampo de oro en busca de su copa de sangre.
— ¿Y cómo sabré yo si
ha salido el Hipocampo de oro? — interrogó la señora Glicina.
— Por las huellas
fosforescentes que deja en la arena húmeda, cuando llega la
noche... Avanzaba la
viuda y encontró un pescador de corales:
— ¿A dónde vas,
señora? — le dijo. — ¿No tienes miedo al Hipocampo de oro? A estas horas suele
salir en busca de sus ojos — agregó el mancebo.
— ¿Y cómo sabré yo si
ha salido el Hipocampo de oro?
— En el mar se oye su
silbido estridente cuando cae la noche y crece el silencio. Caminaba la viuda y
encontró a un niño pescador de carpas:
— ¿A dónde vas,
señora? — le interrogó —. No tardará en salir el Hipocampo de oro por el azahar
del Durazno de las dos almendras. . .
— ¿Y come sabré yo
dónde sale el Hipocampo de oro?
— En el silencio de
la noche cruzará un pez con alas luminosas antes que él aparezca
sobre el mar...
Caminaba la viuda. Ya
se ponía el sol. En la tarde púrpura, su silueta se tornaba azulina. Caía la
noche cuando la viuda se sentó a esperar en una pequeña ensenada. Entonces
comenzó a encenderse una huella en la húmeda orilla. Un pez luminoso brilló
sobre las olas, un silbido estridente agujereó el silencio. La luna cortada en
dos por la línea del horizonte, se veía clara y distinta. Un animal rutilante
surgió de entre las aguas agitadas y, en las tinieblas, su cuerpo parecía
nimbado como una nebulosa en una noche azul. Tenía una claridad lechosa y
vibrante. Chasqueó las olas espumosas y empezó a llorar desconsoladamente.
— Oh, desdichado de
mí — decía — soy un rey y soy el más infeliz de mi reino. ¡Cuánto más dichosa
es la carpa más ruin de mis estados!
— ¿Por qué eres tan
desdichado, señor? — interrogó la viuda —. Un rey bien puede darse la felicidad
que quiera. Todos sus deseos serán cumplidos. Pide a tus súbditos la felicidad
y ellos te la
darán...
— Ah, gentil y bella
señora — repuso el Hipocampo de oro —. Mis súbditos pueden darme todo lo que
tienen, hasta su vida que es suya, pero no la felicidad. ¿Qué me va en estos
criaderos de perlas negras que me sirven de alfombras? ¿De qué me sirven los corales
de que está fabricado mi palacio en el fondo de las aguas sin luz? ¿Para qué
quiero los innúmeros ejércitos de lacmas que iluminan el oscuro fondo marino
cuando salgo a visitar mi reino? ¿De qué los bosques de yuyos cuyas hojas son
como el cristal de mil colores? Yo puedo hacer la felicidad de todos los que
habitan en el mar, pero ellos no pueden hacer la mía, porque siendo yo el rey
tengo distintas necesidades y deseos distintos de mis siervos; tengo distinta
sangre.
— ¿Y qué necesidades
son esas, señor Hipocampo de oro? — interesose la señora Glicina.
— Es el caso, señora
mía — agregó éste — que tengo una conformación orgánica algo extraña. Sólo hay
un Hipocampo, es decir, sólo hay una familia de Hipocampos. Se encuentran en el
fondo del mar toda clase de seres; verdaderos ejércitos de ostras, campas,
anguilas, tortugas... Hipocampos no habernos sino nosotros.
— ¿Y vuestros siervos
saben que vos padecéis tales necesidades?
— Esa es mi fortuna;
que no lo sepan. Si mis siervos supieran que su rey podía tener deseos
insatisfechos, cosas inaccesibles, perderían todo respeto hacia la majestad
real y me creerían igual a ellos. Mi reino caería hecho pedazos. Y a pesar de
todos los dolores, señora mía, ser rey es siempre un grato consuelo, una
agradable preeminencia...
Y agregó con profunda
tristeza:
— No hay más grande
dolor que ser rey, por la sangre y por el espíritu, y vivir rodeado de plebeyas
gentes, sin una corte siquiera, capaz de comprender lo que es el alma de un
rey.
— ¿Y se puede saber,
señor Hipocampo de oro, en qué consisten esas necesidades y cuál es la causa de
tan doloridas quejas?
Acercose a la orilla
el Hipocampo de oro; aliose las aletas dé plata incrustadas de perlas grandes
como huevos de paloma y a flor de agua, mientras su cola se agitaba deformándose
en la linfa, dijo:
— Me ocurre, señora
mía, una cosa muy singular. Mis ojos, mis bellos ojos — y se los acarició con
la cresta de una ola — mis bellos ojos no son míos....
— ¿No son vuestros,
señor Hipocampo de oro? — exclamó asustada la viuda.
— Mis bellos ojos no
son míos — agregó bajando la cabeza mientras un sollozo estremecía su dorado
cuerpo. — Estos ojos que veis no me durarán sino hasta mañana, a la hora en que
el horizonte corte en la mitad el disco del sol. Cada luna, yo debo proveerme
de nuevos ojos y si no consigo estos ojos nuevos volveré a mi reino sin ellos.
No sólo es esto. Cada luna yo debo proveerme de mi nueva copa de sangre, que es
la que da a mi cuerpo esta constelada brillantez; y si no la consigo volveré
sin luz. Cada luna debo proveerme del azahar del durazno de las dos almendras
que es lo que me da el poder de la sabiduría para mantener sobre mí la
admiración de mi pueblo y si no le consigo volveré sin elocuencia y sería el
último de los peces yo que soy primero de los reyes. Mis subditos no necesitan
la sabiduría e ignoran dónde se nutre, de dónde viene la luz; no comprenden la
belleza e ignoran dónde reside el secreto de los ojos...
La señora Glicina
guardó silencio un breve instante y el Hipocampo continuó:
— Mi vida, señora, es
una sucesión de dolor y de felicidad, es una constante lucha. Mi placer, mi
inefable placer consiste en buscar nuevos ojos; buscarlos, mirarlos, amarlos y
luego... robarlos, tenerlos para mí, poseerlos. ¡Gozarlos durante una luna, una
luna íntegra! Mas luego viene la tortura; en los últimos días mi felicidad se
opaca, tengo el temor de perderlos, sé que van a concluirse, que sólo han de
durarme un tiempo determinado, y que tendré que sufrir, que buscar otros, que
comenzar de nuevo. ¡Y si sólo fuesen los ojos! ¡Pero y la copa de sangre! ¡Y el
azahar del durazno! ¡Ya veis qué tortura! Un dolor que se renueva cada
veintiocho días. Una felicidad tan breve. Pero creedme: bien vale el placer tal
sacrificio. Bien cierto es que no hay angustia más grande que la mía mientras
estoy buscando los nuevos ojos, pero cuando los encuentro, cuando gozo con
aquel estado de duda, cuando veo los que son para mí — porque yo comprendo
cuáles ojos me están predestinados desde que los veo — cuando recibo su primera
mirada, cuando a través de la distancia los nuevos ojos clavan en los míos sus
rayos inteligentes, elocuentes, fascinantes ...
— ¿Habéis cambiado ya
muchos ojos?
— Tantos como lunas
llevo vividas. Sabed que los Hipocampos somos más longevos que las tortugas. Yo
he tenido ojos azules, azules como el cielo, como el agua clara, como esas
noches que dejan ver la vía láctea, azules como el borde de las conchas que
crecen en la desembocadura de los grandes ríos. Con ellos veía yo todo azul,
azul, azul.... ¿Os ocurre lo mismo ? — preguntó con una cortesía verdaderamente
real.
— Continuad,
continuad...
— He tenido ojos
verdes como las algas que crecen al pie de los muros de mi palacio y que son
las que dan al mar ese color verde que admiráis tanto, señora. Los he tenido negros,
negros como el fondo del mar, como un pecado, como la noche, como la
germinación de un crimen, como una deslealtad, como el alma de la sombra,
negros como esta perla en la cual termina mi cuerpo torneado — dijo con
vanidoso acento —. Y amarillos, y pardos y... ¡todos eran tan bellos!
Dos ojos iban sobre
el motivo de estos versos:
...
...
De un
melocotonero tal el primer y sazonado fruto, velloso y perfumado en cuya pulpa
la fibra es miel y carne baja la Primavera rosa y áurea!
— ¡Se acostumbra uno
tanto! ¡Después de haber encontrado las pupilas nuevas ya es imposible la paz.
Es tan dulce alcanzarlas, que nada importa la angustia que cuesta conseguirlas.
Pudiera sufrir diez veces más en este empeño y siempre la felicidad excedería
al sufrimiento. El mismo sufrimiento cuando es por un par de pupilas nuevas
llega a parecerme una felicidad. Es como... no sabría deciros, señora.. . pero
es el amor, es más que el amor, más, mucho más. Tenéis vosotros, los seres de
la tierra, un concepto tan limitado de las cosas!...
Luego, cambiando de
tono, recostaba la cabeza sobre un banco de arena, abandonando su cuerpo al
vaivén de las olas entre las cuales su cola se movía mansa y tranquila como un
péndulo, agregó, mirando fijamente a la viuda:
— A propósito, qué
ojos tan bellos tenéis, señora mía.
— Os parecen bellos —
repuso la señora Glicina — porque vos los necesitáis, pero a mí sólo me sirven
para llorar. A veces pienso — agregó — que si no tuviésemos ojos, no
lloraríamos; no tendrían por dónde salir las lágrimas...
— Oh, entonces
saldrían del lado izquierdo del pecho o de aquí, de la frente dijo señalando la
suya donde brillaba una perla rosada.
— Y ¿qué haréis si
mañana, a la hora en que el horizonte corte por la mitad el disco rojo del sol,
no habéis encontrado nuevos ojos, nueva copa de sangre y nuevo azahar de
durazno?
— Ya lo veis, moriré.
Moriré antes de volver a mi palacio donde no me reconocerían y donde me
tomarían por un mondacarpas... Y sollozó larga, dolorosa y conmovedoramente. —
¿Qué darías, oh rey de oro, por conseguir estas tres cosas? — Daría todo lo que
me fuera solicitado. Hasta mi reino.
¡Y qué cosas podría
dar! Podría dar el secreto de la felicidad a todos los que no fueran de mi
reino. Todo lo que los hombres anhelan está en el fondo del mar. Del mar nació
el primer germen de la vida. Aquí, un Hipocampo de oro antecesor mío, fue rey
de los hombres cuando los hombres sólo eran protozoarios, infusorios, gérmenes,
células vitales. Aquí, en el mar, están sepultadas las más altas y perfectas
civilizaciones, aquí vendrán a sepultarse las que existen y las que existirán.
El mar fue el origen y será la tumba de todo. Vuestra felicidad, que consiste
en desear aquello que no podéis obtener, existe aquí, entre las aguas sombrías.
Yo os podría dar todo lo que me pidierais. Tengo yo en la tierra un amigo a
quien mi más antiguo abuelo, hizo un gran servicio. El, si pudiera caminar,
vendría a mí y me daría lo que tengo menester cada luna. Pero él es inmóvil y
está pegado a la tierra. El debe la vida y posee una virtud, merced a uno de mi
familia. ¿Vos necesitáis algo?
— Sí, dijo la señora
Glicina —. Yo amé a un príncipe rutilante que vino del mar. Le amé una noche. Y
me dijo: Cuando pasen tres años, tres meses, tres semanas y tres noches, ve
hacia el sur, por la orilla y nacerá el fruto de nuestro amor como tú lo
desees... Y he venido y aquí me veis. Y os daría mis ojos, os llenaría la copa
de sangre y buscaría el durazno de las dos almendras, si vos me dierais el
secreto para que nazca el fruto de mi amor tal como yo lo deseo.. .
Brillaron en la noche
los ojos ya mortecinos del Hipocampo de oro, alegrose su faz y tembló de
emoción.
— Pues bien — dijo el
Hipocampo de oro —. Vuestro hijo nacerá. Oidme y obedecedme. Iréis caminando
hacia el oriente. Encontraréis un bosque, penetraréis a él, cruzaréis un río
caudaloso y terrible y cuando éste os envuelva en sus vórtices diréis: "La
flor de durazno de las dos almendras, la copa de sangre y las pupilas mías son
para el Hipocampo de oro" y llegaréis a la orilla opuesta. Lo demás vendrá
solo. Cuando tengáis la flor de los tres pétalos, vendréis con ella, me
entregaréis vuestras pupilas, me daréis la copa de sangre y la flor del
durazno, y moriréis en seguida, pero vuestro hijo habrá nacido ya. ¿Estáis
resuelta?
— Estoy resuelta,
dijo la señora Glicina. Y marchó hacia el punto señalado.
Tal como se lo había
dicho el rey, la señora Glicina llegó a la orilla del río caudaloso. Pero había
llegado con las carnes desgarradas, con las uñas fuera de los dedos, y apenas
podía tenerse en pie. Sentose bajo la copa de un árbol y cayeron sobre ella,
como alas de mariposas blancas los pétalos de un durazno en flor.
— ¿Dónde estará el
Durazno de las dos almendras? — exclamó. —¿Quién me quiere? — susurró entre la
brisa una dulce voz.
— El rey del mar, el
Hipocampo de oro, me manda a ti. Vengo por el azahar de los tres pétalos que
crece en el Durazno de las dos almendras.
— Es lo más amado que
tengo, dijo el Durazno, pero es para el rey que fue bueno conmigo. ¡Córtalo!
Y la señora Glicina cortó
el azahar, y el durazno se quedó llorando.
Muy poco faltaba para
que la línea del horizonte cortara por la mitad el disco del sol cuando llegó
la señora Glicina. El Hipocampo de oro la esperaba lleno de angustia.
— ¡Llena mi copa de
sangre! — dijo.
Y la dama sin lanzar
un grito de dolor, se abrió el pecho, cortó una arteria y la sangre brotó en un
chorro caliente haciendo espuma hasta llenar la copa del rey que la bebió de un
sorbo.
— ¡Dame el azahar del
Durazno de las dos almendras! — dijo.
Y la dama, sin lanzar
un grito de dolor, le dio los tres pétalos que el rey guardó en el corazón de
una perla.
— ¡Dame tus ojos que
son míos! — dijo.
Y la dama, sin lanzar
una queja, se arrancó para siempre la luz y entregó sus ojos al Hipocampo de
oro, que se los puso en las cuencas ya vacías.
— ¡Ahora dame mi
hijo! — exclamó.
— Llévate el tallo
del cual has arrancado los tres pétalos y mañana tu hijo nacerá. ¿Qué quieres
que le dé? Puedo darle todas las virtudes que los hombres tienen, puedo ponerle
de una de ellas doble porción, pero sólo de una... ¿Cuál porción quieres que le
duplique?
— ¡La del amor! —
dijo la dama.
— Sea. ¡Adiós! Tú lo
quieres así. Mañana, después del crepúsculo morirás, pero tu hijo vivirá para
siempre.
— Gracias, gracias,
¡oh rey del mar! ¿Qué vale lo que te he dado cuando tú me has dado un hijo?...
Las últimas palabras
no las oyó el Hipocampo de oro porque ya su cuerpo rollizo y torneado, se había
hundido en el mar dejando una estela rutilante entre las ondas frágiles.